La bella conquista de la mujer

Hace tiempo que llegaste a la ciudad,
y aún te sigue golpeando
en el corazón su libertad desbocada.

Te levantabas apenas amanecía
y te dirigías a la Ciudad Universitaria
entre arriates de rosas
y hojas pardas por el suelo.
Siempre te gustó caminar sola.
Te entusiasmaba saborear la compañía del silencio.
Incluso escuchabas extasiada aquella música
que de niña nunca llegaste a comprender,
y que, entonces, te llegó enmarcada en la figura de tu padre
apretando los labios con las cadencias de Bach.
Y como los pechos te crecían y te crecían de respirar
todos los aires libres que llegaban a tu buhardilla,
salías a pasear, despreocupada, por las largas avenidas
con amplios y esbeltos pasos de modelo,
mirando en las lunas de los escaparates tu sonrisa burlona,
aquella que te proporcionaba lo que quedó difuso tras de ti.
Y te venían a la memoria aquellos versos rimados en aguda
que a tus quince años habías dedicado a tus profesores
y a tus sueños lejanos, e intentaste, dado que tu cuerpo
iba acumulando más noches de insomnios y abrazos,
escribir versos blancos con sabor a praderas de Arizona.
Y a diario, cuando los gorriones saltaban
y picoteaban en tu alféizar, hacías yoga
para conservar la elasticidad de tus muslos
y poder respirar por entre la densa niebla de la ciudad.
Y acariciabas la tersura de tu vientre y de tus senos
sin pensar en la muerte, sintiéndote eterna
por haber dejado atrás todos los edipos de la infancia,
convencida de poder iluminar tu auténtico espejo interior,
aquel que por vergüenza o miedo
nunca llegaste a sacar del bolso pero que ya había fijado
la verdadera imagen de ti, la que siempre quisiste tener.
El olor al tinte de tu madre, el pueblo y los amigos,
fuiste poco a poco divisándolos con los prismáticos
al revés, y esa perspectiva, te fue proporcionando el suficiente
coraje para romper con todas las lianas de papillas.
Y cuando ibas al cine, al teatro o a un concierto,
cruzabas la mirada con chicos silenciosos como tú,
mas al llegar la noche, de nuevo te convertías
en esa diosa solitaria que sólo sabe amar
más allá de las estrellas y del espacio de la luna.

No cabe duda, aquellos otoño, con sus aroma de sierra
por los metros y bocacalles, fue tu época dorada.
Y quisiste retenerla, en el preciso instante
que la órbita de los años caminaba cuesta
arriba por las avenidas de tonos grises, cuesta
abajo trayendo las tormentas y el frío
de las azules montañas que divisabas en la lejanía.
Esa grata soledad de escribir cascadas de versos
cuando la ciudad cerraba los ojos y dormía,
ahora te hiela el lecho con truenos y relámpagos,
y cuando despiertas notas que te vas pareciendo
cada día, cada mes, cada impulso, cada latido
-como un hecho inexorable-, a tus padres.
Pasado el tiempo, con la nitidez de la conciencia.
Y lloras, lloras como nunca lo habías hecho
por las paredes con graffitis de los suburbanos,
hasta vaciar las heridas del color de la sangre.
Incluso, has llegado a creer que saldrías derrotada
por las inclemencias que la edad coloca
en cada uno de los áticos donde se acaricia el cielo.
Y, sin embargo, hoy cumples tantas metas
como años anidaste por las terrazas de los bulevares,
y, se diría, que ya posees el gesto propio de caminar
con las puntas rectas de tus zapatos,
y que, como tú habías soñado, ese gesto ya es tuyo
para siempre, hasta el fin de la película de tu vida.

                                            © Mariano Rivera Cross
                                               (Del libro inédito OCCIDENTE CUMPLE  AÑOS)



Mariano Rivera Cross (Jerez de la Frontera, 1945), licenciado en literatura hispánica por la Universidad Complutense de Madrid; catedrático de literatura en el IES Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Ha publicado las novelas Dulce virus de la transición , La parrila invertida y Sofonisba Anguissola, una pintora italiana en la corte de Felipe II; los libros de poesía Siluetas verticales, Dioses y héroes en retirada, El cielo que nunca habló y El software de la inmortalidad ; y los libros de teatro Offmóvil I, II y III (Añicosmos y Entremesiglos).